El gobierno nacional radicó el proyecto de ley de financiamiento 2025, conocido como la nueva reforma tributaria, presentada bajo la promesa de fortalecer las finanzas públicas y garantizar la sostenibilidad fiscal, propuesta que se vende como un ajuste técnico inevitable.
Al examinar su contenido y efectos inmediatos, más que un avance hacia la equidad será un aumento del costo de vida de millones de hogares y una directa afectación del poder adquisitivo de los colombianos.
La reforma introduce cambios significativos en la tributación de combustibles, elemento esencial del sistema económico y social del país. A partir de 2026, la gasolina y el diésel empezarán a pagar IVA, 10% en un inicio, para luego escalar hasta la tarifa general del 19%— y un nuevo impuesto al carbono que se suma por galón consumido. Traducido en números, esto significa que el precio de la gasolina subiría en promedio $1.430 por galón en 2026 y $2.371 en 2027, mientras que el ACPM aumentaría $1.003 en 2026 y más de $1.400 en 2028. Dichos incrementos representan entre un 9% y un 15% adicional sobre los valores actuales publicados por la CREG.
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Desigualdad disfrazada de Equidad
Más allá de lo técnico, el efecto político y social es evidente, esto porque los combustibles son el corazón del transporte masivo y de carga, de la movilidad de trabajadores y estudiantes, y claramente del precio de los alimentos en las plazas de mercado. Un aumento de esta magnitud, de acuerdo con el Banco de la República, se traduce en alzas de entre 1 y 2 puntos porcentuales en la inflación nacional durante los próximos tres años. En un país donde la inflación anual ya bordea el 5%, esta reforma significa que el costo de vida podría escalar a niveles del 6% o 7% sin que los salarios crezcan al mismo ritmo.
El golpe al poder adquisitivo de los colombianos es innegable, esto se puede evidenciar con un salario mínimo de 1,423,500 pesos más auxilio de transporte de 200 mil pesos, por lo que un trabajador que dependa del transporte público o de una moto para movilizarse perderá entre 19 mil y 30 mil pesos mensuales en capacidad de gasto, simplemente por el efecto inflacionario adicional que provocará la reforma. En la práctica, la medida se convierte en un impuesto silencioso que castiga con más dureza a quienes menos tienen, pues los hogares de bajos ingresos suelen destinar una mayor parte de sus recursos a transporte y alimentación.
Para quienes utilizan carro particular, el impacto es aún más visible en el bolsillo: con un consumo promedio de 40 litros mensuales (aprox. 10,6 galones), el aumento estimado de $1.430 por galón en 2026 es un gasto adicional de $15.200 al mes, es decir, cerca de $182.400 al año. En 2027, cuando la gasolina pase a la tarifa general de IVA, el incremento llegaría a $2.371 por galón, lo que representa $25.100 adicionales cada mes o más de $300.000 al año. Sin duda alguna se trata de un costo fijo que recae directamente sobre la clase media trabajadora, que utiliza el carro no como lujo, como lo ha mencionado en varias ocasiones el presidente, sino como herramienta de movilidad y productividad.
De sostenibilidad fiscal ¡Nada!
En la práctica, la medida se convierte en un impuesto silencioso y regresivo que castiga con más dureza a quienes menos tienen, pues los hogares de bajos ingresos destinan una mayor parte de sus recursos a transporte y alimentación, y a su vez deteriora el presupuesto de la clase media que depende del carro para trabajar o sostener a su familia.
Jurídicamente, el proyecto se presenta como un ejercicio de disciplina fiscal y se justifica en la necesidad de cerrar el déficit y cumplir con la regla fiscal, pero en realidad traslada el peso del ajuste a los consumidores finales, mientras posterga una discusión de fondo sobre progresividad tributaria. La equidad, principio rector del sistema tributario según la Constitución, queda en entredicho cuando el recaudo descansa en impuestos al consumo que afectan por igual a ricos y pobres.
La nueva reforma tributaria difícilmente puede leerse como un simple trámite financiero, es una decisión política que prioriza el balance macroeconómico a costa del bienestar cotidiano de la clase media y baja del país. Bajo el lenguaje de “sostenibilidad fiscal”, lo que se esconde es un incremento sustancial en el precio de la gasolina y el diésel que terminará deteriorando la capacidad de compra de todos los colombianos, especialmente de los más vulnerables. Se trata, en últimas, de un golpe al bolsillo disfrazado de disciplina fiscal, una maniobra política que, bajo la máscara de la responsabilidad económica, traslada a la ciudadanía el costo de decisiones estructurales que el Gobierno evita enfrentar. Este panorama desalentador para los colombianos, debe empezar a generar preguntas frente a la discusión de esta reforma tributaria y despertar el mismo sentimiento cuando se intentó la reforma de Carrasquilla. Por otro lado, es innegable que este tema también debe llevar a pensar en la negociación del aumento del salario mínimo que empezará en pocos meses, no se puede negar el aumento del costo de vida y que debe ser el centro de la discusión con el gobierno a finales del año.