Porfirio Barba Jacob sigue figurando entre los más célebres poetas latinoamericanos. Aun cuando no perteneció a ninguna corriente literaria, se lo suele clasificar dentro del modernismo, o posmodernismo, por su actitud rebelde contra las convenciones imperantes.
¿Quién no recuerda aquella estrofa, “Hay días en que somos tan móviles, tan móviles/ como las leves briznas al viento y al azar”? Y quién no ha declamado aquella otra:
Y hay días en que somos tan lúbricos, tan lúbricos,
que nos depara en vano su carne la mujer;
tras de ceñir un talle y acariciar un seno,
la redondez de un fruto nos vuelve a estremecer.
“Canción de la vida profunda”, el más célebre poema de Porfirio Barba Jacob, al que pertenecen estos versos, fue escrito en 1907 por un joven de 24 años que residía en Barranquilla y se firmaba con el seudónimo de Ricardo Arenales, el primero de los muchos que tuvo Miguel Ángel Osorio Benítez, nacido un 29 de julio en Hoyo Rico, corregimiento minero de Santa Rosa de Osos.
Se firmaba también como Maín Ximénez. “Yo soy Maín, el héroe del poema”, proclama en Testimonio de los viajeros.
Es el mismo poeta maldito, delirante, el de la “Balada de la loca alegría”:
Mi vaso lleno –el vino del Anáhuac–
mi esfuerzo vano –estéril mi pasión–
soy un perdido –soy un marihuano–
a beber –a danzar al son de mi canción
La Rama Judicial: sin presupuesto y sin garantías para 2026
El presupuesto Rama Judicial 2026 incumple la bonificación salarial prometida y profundiza la crisis que enfrenta la justicia en Colombia.
Una vida de trashumancia
Miguel Ángel Osorio combatió en la Guerra de los Mil Días del lado conservador y se empleó tiempo después como maestro de escuela, pero muy pronto dejó el país para iniciar una vida de trashumancia por Perú, Cuba, Guatemala, El Salvador, Honduras y Méjico. Saltando matones entre un país y el otro, el poeta se ganaba la vida como periodista, bien que pasando muchas hambres. Llegó a ser incluso director de algunos diarios, alquilándose al mejor postor, como él mismo lo confesara, sin importar que fuera de izquierda o de derecha o incluso amarillista. Parodiando uno de sus poemas, “era una llama al viento”.
Solía vanagloriarse de haber hecho germinar en la lengua española ricos neologismos. Tan a menudo hacía gala de ellos, que una barra de amigos mejicanos decidió hacerle una pequeña broma. Viajando todos en un tren, Barba Jacob en medio, le pagaron al revisor para que anunciara ante el vagón, a voz en cuello, la llegada a la Estación Acuarimántima.
El último lugar de residencia, a punto de cumplir sesenta años, fue la Ciudad de México. Estaba en la miseria y padecía tuberculosis. En “Lamentación de octubre”, cantó en tono elegíaco:
Mi sien rendida en este seno blando,
un hombre de verdad quisiera ser.
Pero la vida está acabando,
y ya no es hora de aprender.
Biografías
Hay quien sigue empeñado hoy en contraponer a los dos grandes poetas antioqueños del pasado siglo, León de Greiff y Miguel Ángel Osorio, como si Antigua y Arenales, Legrís y Barba, Hárald y Juan Azteca, Beremundo y Maín, fueran las únicas lumbreras en el vasto cotarro de la lírica criolla.
Tampoco falta quien le enrostre al poeta de Hoyo Rico haber escrito tan poco. Y es el propio Barba Jacob quien replica desde la tumba: “Para que suene bien la lira, bastan unas pocas palabras verdaderas.”
El escritor guatemalteco Rafael Arévalo Martínez publicó sobre él una primera semblanza titulada El hombre que parecía un caballo. Jaramillo Meza, un crítico colombiano, quien le sirvió como albacea literario, lo llamó “el príncipe sombrío”.
La mejor biografía sobre Porfirio Barba Jacob es la escrita por Fernando Vallejo, con el título El mensajero.